Por Guillermo Rosés - Dic 2010.
La situación actual de las aguas difiere sensiblemente de la finales del siglo XIX y principios del XX, e incluso de la de hace tan sólo unas décadas, y ello por un motivo principal.
En suma, por la distinta función que el agua desempeña hoy en la sociedad. Si en el pasado, el agua cumplía una función esencialmente productiva, como la que representaba para el riego o como fuerza motriz para moler el grano, o cuando justificó más tarde la construcción de saltos de agua con los que proveer grandes sistemas de regadío, el cambio cultural operado en la actualidad ha trastocado su fin, transformándola hoy en una función eco-social, donde el respeto a la vida de los ecosistemas convive con la protección de los paisajes de la que el agua forma parte.
Es en estos tiempos cuando por encima de la utilidad del agua se impone su recuperación, su salud y la sostenibilidad de los ríos, de sus riberas, de los humedales y de las aguas subterráneas.
Y para incidir en esta nueva preocupación, surgida como consecuencia de los problemas derivados de la actividad humana, cuya solución no tiene una respuesta local, nace un movimiento regulador, en nuestro caso a instancia de la Unión Europea, que persigue luchar contra las amenazas que sobre el agua representan la contaminación, la salinización y la sobreexplotación de las aguas subterráneas.
La Directiva 2000/60/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2000, a la que se hacía referencia en vídeo dedicado a la contaminación del Ebro, fue transpuesta a nuestro ordenamiento interno mediante el artículo 129 de la Ley 62/2003, de 30 de diciembre, de medidas fiscales, administrativas y del orden social, por el que se procedió a la modificación del texto refundido de la Ley de Aguas, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2001, de 20 de julio.
La reforma más reciente se produjo cuando el Consejo de Ministros aprobó un nuevo real decreto, el RD 1514/2009, de 2 de octubre, mediante el cual se quiso poner freno a la contaminación y el deterioro de las aguas subterráneas, transponiendo de esta forma a la legislación española la Directiva 2006/188/CE, cuyo objetivo era el de prevenir o limitar la contaminación de las aguas subterráneas y establecer los criterios y los procedimientos para evaluar su estado químico.
El principal objetivo del decreto fue el de establecer un procedimiento para evaluar la calidad química de las aguas y fijar los límites de tolerancia máxima, creando además una serie de criterios con los que medir la tendencia del aumento de contaminantes.
Mientras el Ministerio de Medio Ambiente entiende que el vertido es la emisión, directa o indirecta, de contaminantes a las aguas continentales o al resto del Dominio Público Hidráulico, cualquiera que sea el procedimiento o técnica utilizada, las herramientas de las que hace uso para combatir la contaminación de las aguas son dos: la autorización de los vertidos y la vigilancia y control de las aguas.
El estado actual de la cuestión pone por panto sobre la mesa que estamos en presencia de un cambio cultural de modelo, en el que las Administraciones Públicas han comenzado a intervenir con sus autorizaciones, su normativa de calidad de agua y el uso de su ius puniendi. Sin embargo, las voces críticas de esta transición, como las de los grupos ecologistas, reclaman un ritmo más veloz y una actuación más proactiva por parte de los poderes públicos, que redundaría en la mejora de materias como la estrecha vigilancia de los residuos ilegales o la exigencia de una calidad técnicamente superior en los procesos de depuración de las aguas residuales.
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