jueves, 27 de enero de 2011

Guerra Civil, franquismo e identidad de los españoles

Por Guillermo Rosés

Contenido

1. Preámbulo 
2. La Ley de la Memoria Histórica   
3. Una aproximación a las consecuencias de la Guerra Civil Española durante el franquismo  
3.1. En el corto plazo, desde la posguerra hasta 1953      
3.2. En el medio plazo, a partir de los llamados años bisagra, con motivo del cambio de rumbo propiciado por EE.UU. y El Vaticano y su impacto para el sostenimiento del régimen, hasta la muerte de Franco en 1975. 
3.3. En el largo plazo, o periodo democrático, incluyendo los años de la transición con la aprobación de la Ley para la Reforma Política, y ya desde la aprobación de la Constitución de 1978 hasta la actualidad. 
4. Conclusiones        
5. Bibliografía           

1. Preámbulo

Es éste un ensayo libre, de corte histórico-filosófico, que a partir de una mirada lejana sobre la Guerra Civil Española, trata de volcarse en el examen de las  consecuencias (el daño)  que este conflicto ha podido producir sobre la vida de los españoles desde tres horizontes distintos:
·    En el corto plazo, desde la posguerra hasta 1953.
·   En el medio, a partir de los llamados años bisagra, con motivo del cambio de rumbo propiciado por EE.UU. y El Vaticano y su impacto para el sostenimiento del régimen, hasta la muerte de Franco en 1975; y
·   En el largo plazo, o periodo democrático, incluyendo los años de la transición con la aprobación de la Ley para la Reforma Política, y ya desde la aprobación de la Constitución de 1978 hasta la actualidad.

No quiero con ello eludir la cuestión central de la Guerra Civil, sino más bien examinar desde estas tres diferentes distancias, los efectos prolongados, si acaso existieran, que la contienda fratricida haya podido producir sobre la vida de los españoles, y la especial circunstancia de que el bando sublevado resultara ser el vencedor, con las implicaciones que este hecho ha supuesto para nuestro devenir histórico posterior.

Me gustaría apuntar también, aunque sea brevemente, cuestiones de fondo que afectan directamente a la salud de la sociedad, contrastando aspectos según la fórmula ‘qué se hizo vs cómo pudo haberse hecho’, para ir desvelando las respuestas a determinadas cuestiones de interés: si llegó a haber o no al cabo del tiempo conocimiento y asimilación por parte de la población de las causas últimas del conflicto, al margen ya de cualquier foco de pasión que quiera justificar el injustificable recurso a la violencia de una guerra; si se pusieron o no en práctica acciones institucionales que de forma sostenida impulsaran iniciativas de reconciliación entre los miembros de ambos bandos; o si hubo o no coparticipación política en sede parlamentaria que hiciera posible la celebración de comisiones de investigación histórica que analizaran los avatares políticos contemporáneos para extraer las causas que retrasaron el avance de nuestro país o echaran al traste los proyectos de reforma que lo hubieran impulsado hacia una mayor prosperidad con una muy superior celeridad.

Quedaría explorar por último, cómo se ha venido forjando en nosotros nuestro  peculiar entendimiento de la historia y, en este sentido, qué papel ha representado el conflicto de la Guerra Civil y el mantenimiento en el poder del bando vencedor.

A resultas de todo ello, podríamos llegar a sondear con mayor facilidad la robustez o endeblez de los argumentos que se vierten hoy a favor y en contra de la iniciativa de aprobar y hacer ejecutar una ley polémica como la de la Memoria Histórica, para desde ahí concluir si el asunto de la Guerra Civil era o no una materia que estaba ya verdaderamente enterrada hacía mucho años por todos y debíamos dejarla dormir para siempre.

2. La Ley de la Memoria Histórica

El 26 diciembre 2007 se promulgó la Ley 52/2007 de la Memoria Histórica, en cuya Exposición de Motivos se justifica que “la presente Ley quiere contribuir a cerrar heridas todavía abiertas en los españoles y a dar satisfacción a los ciudadanos que sufrieron, directamente o en la persona de sus familiares, las consecuencias de la tragedia de la Guerra Civil o de la represión de la Dictadura”.
A partir de la entrada en vigor de esta norma –el 27 de diciembre de 2007-, han sido muchas las personas que se han ido preguntando si tales heridas seguían aún abiertas en el corazón de los españoles. Para algunos, la promulgación de esta ley fue del todo inoportuna, porque sólo sirvió para reabrir heridas que ya se encontraban completamente cicatrizadas. El pueblo español, según los partidarios de esta postura, comenzó a forjar el espíritu de reconciliación y concordia a partir del 18 de noviembre de 1976, fecha de la aprobación de la Ley para la Reforma Política, cuya autoría correspondió a Torcuato Fernández Miranda, en virtud de la que, asentándose el principio de que “la democracia es la expresión soberana del pueblo”[1], se habilitó al Rey para someter a consulta popular el cambio de régimen político[2]. El amplio respaldo popular dado a la esta ley mediante el referéndum celebrado el 15 de diciembre de 1976 (80 por 100 de los votos), hizo realidad el sueño de Torcuato[3] de transitar ‘de la ley a la ley’ para alcanzar la democracia, soslayando otras opciones de mayor riesgo para España, como las continuistas o las rupturistas, que en aquél momento se barajaban como las más aconsejables por diversas fuerzas políticas.
La lenta y paulatina normalización de la vida democrática a raíz de la aprobación del Texto Constitucional de 1978, hizo entrar a los españoles en una senda de futuro, con la mirada y la esperanza puestas más en su porvenir y progreso que en las rencillas de su pasado bélico.
En el largo transitar hasta el año 2007, entre las preocupaciones de los ciudadanos no se encontraba desde luego el malestar por la falta de reconciliación de los dos bandos enfrentados hacía ya cerca de setenta años. Ese aspecto había quedado atrás, superado por las nuevas circunstancias en las que se desarrollaba la vida de los españoles.

Sin embargo, a costa de ese propósito de ‘cerrar heridas’, la promulgación de esta Ley de la Memoria Histórica, sí ha abierto en una parte de los españoles la espoleta del recuerdo de una guerra y de las injusticias que de parte de uno y otro bando se cometieron. Para unos pocos, el recuerdo es realidad de los días vividos;  para otros, la pesada aflicción de la ausencia de aquellos de su misma sangre a quienes no llegaron a conocer; y para otros, el desasosiego de desconocer el paradero de los restos de sus familiares. Algunos han querido ver en esta ley un deseo de revivir el enfrentamiento entre españoles, más que el interés por la reparación de un daño. No creo que deba temerse ese riesgo, salvo que políticamente sea interesadamente avivada tal interpretación. Debe tenerse en cuenta, como más abajo se comentará, que los esfuerzos que se dirijan a desvelar la historia, otra preocupación de esta ley, no deben ser tenidos por nocivos para un pueblo. Más bien al contrario, especialmente en un caso como el del español, donde el silencio y la falta de sentido crítico han acompañado un buen tramo de nuestro recorrido formativo y han sido en ocasiones salpicados con elementos más próximos a la  mitología que a la historia real. Nuestra mirada sobre nosotros mismos se halla por ello, como más tarde se dirá, enturbiada y hasta empequeñecida por esta manera de mirar atrás o mejor, de no mirar más que de soslayo. Cuestión distinta es que del interés de esa iniciativa legislativa por, cito textualmente, llevar “a cabo políticas públicas dirigidas al conocimiento de nuestra historia y al fomento de la memoria democrática”[4], se haga un uso políticamente torcido de nuestra historia. Sería ahí donde cabría ejercer la crítica viva y la oposición frontal, si bien las iniciativas que contempla esa ley no parecen apuntar prima facie en esa dirección, ni con la creación del Centro Documental de la Memoria Histórica y Archivo General de la Guerra Civil[5], ni con la adquisición y protección de documentos sobre la Guerra Civil y la Dictadura[6]. No debe olvidarse, no obstante, que en una ley como ésta una interpretación espiritualista de la ley no cabe mantenerla más allá de un determinado límite de tiempo, porque la fuerza de los hechos desvincula el curso de los acontecimientos inspirados por la ley a la voluntad del legislador. De ahí que pueda llegar a producirse, por impulso de la ley, una corriente inesperada de hechos que superen a los previstos antes de ser promulgada la ley.
Sea cual fuera el caso y la reacción por la que se haya tomado partido, esta nueva sensibilidad despertada ante el conflicto bélico, transcurridos ya esos setenta años desde su término, puede ser aprovechada para examinar más de cerca, más allá de esas ‘heridas abiertas’ que la Ley de la Memoria Histórica vino a querer reparar, qué consecuencias pudo tener esta guerra en todos nosotros a partir de su conclusión en 1939. Tratemos de formar una opinión.

3. Una aproximación a las consecuencias de la Guerra Civil Española durante el franquismo 

3.1. En el corto plazo, desde la posguerra hasta 1953

Aplastar al enemigo. Ese ánimo por el aniquilamiento del enemigo, presente en ambos bandos durante los años de guerra, no cesó una vez acabado el conflicto. Tras la brecha abierta por las reformas no consensuadas emprendidas en los años de la Segunda República por la iniciativa de la izquierda republicana, origen del desorden y la crispación social, el nuevo régimen autoritario que da al traste con la primera experiencia democrática vivida en la Historia de España, implanta  una organización política de corte intolerante, que expulsa de ella a quienes pretendan disentir de sus principios.
El Estado, dirigido ahora por el bando sublevado, se envuelve bajo el manto del nacionalismo ejercitando la idea del centralismo que le es propia, en dirección contraria a la emprendida por el régimen depuesto, procediendo al desarme del recién construido armazón jurídico de la República.  

El ámbito político queda confundido con el religioso, al implantarse la  confesionalidad del Estado, mientras la libertad de expresión, y arrastrada con ella la del pensamiento, quedan encerradas y sometidas a los dictados del nuevo régimen. Esta renovada presencia y ensanchado protagonismo de lo religioso en la vida política, tendrá consecuencias visibles y seguramente nocivas en los años venideros, al dejar sumido al español en una maraña intelectual, causada en buena medida por un sistema educativo excesivamente proteccionista e impermeable, que no incentivará en la medida necesaria el espíritu crítico del alumnado, alimentándose en paralelo la gestación de un sentimiento auto inculpatorio con el que se irá incubando el fenómeno que asomará años más tarde de la creciente deserción de la práctica religiosa en muchos españoles. En el primer aspecto, el régimen de Franco no ayudó a que el español aprendiera a desplegar sus habilidades creativas, sino que más bien lo obstaculizó y postergó, al hacer inmiscuir a la religión en la ciencia, aspecto éste que considero muy relevante señalar en un país tan necesitado de ‘producir’ más que de importar.  
La hambruna, las enfermedades que se propagan entre la población, las ejecuciones de penas de muerte y la situación económica paupérrima que envuelve a los españoles, son elementos de un escenario que se ve completado por el trato que se depara a los ciudadanos del bando perdedor, algunos en prisión y otros que ven peligrar sus puestos de trabajo o su lugar de residencia, situación frente a la que tratan de desasirse deshaciendo su imputación al bando republicano o su falta de afinidad con el ‘glorioso Alzamiento’ aportando testimonios escritos de cuantos vecinos y amigos puedan recurrir en su auxilio para desacreditar tales sospechas para poder ser reconocidos como ciudadanos de primera clase.
Son estos primeros años de la posguerra tiempos difíciles, donde el Estado y el ciudadano se encuentran aún huérfanos, respectivamente, de una verdadera organización y protección jurídicas, y por ello aún libre aquel para que quienes lo lideran puedan hacer y deshacer a su antojo.
Para subsanar formalmente esa carencia de derechos básicos del español, fue promulgada una ley, el Fuero de los Españoles, en 1945, cuyo ejercicio quedó en la práctica en manos del gobierno.
Probablemente el punto crítico del aislamiento español llegó cuando Montero y Roig[7] nos recuerdan que tuvo lugar el comunicado conjunto realizado en 1946, por Francia, Gran Bretaña y EE.UU.,  en el que estos tres países “conminaron a la formación de un gobierno representativo en España”, aislando diplomáticamente a nuestro país con el cierre de la frontera francesa , tras la previa la retirada del embajador norteamericano, presiones que acabaron por arrastrar a que la propia ONU llegara a recomendar ese mismo año la retirada general de las representaciones diplomáticas de nuestro país.
El aislamiento oficial que resultó de esa llamada final no llegó a noquear con la fuerza esperada al régimen de Franco.
A Franco no le preocupaba la reconciliación, el bando perdedor, expulsado ya de la escena diaria de la vida de los españoles merced al exilio y a la censura. Le preocupaba hallar una solución a esa situación de crisis. Y se la proporcionó, para su comodidad, el cambio del panorama internacional.
Antes de ello, Franco advirtió la necesidad de dejar construida una salida del régimen y para este fin las Cortes aprobaron la Ley de Sucesión en 1947, estableciendo para ese momento la restauración monárquica, pero eliminando arbitrariamente los derechos dinásticos de quien debía ostentar legítimamente la Corona, que ahora pasaría a manos de su hijo.

3.2. En el medio plazo, a partir de los llamados años bisagra, con motivo del cambio de rumbo propiciado por EE.UU. y El Vaticano y su impacto para el sostenimiento del régimen, hasta la muerte de Franco en 1975.


La historiografía parece no señalar con suficiente vehemencia la acusada importancia que para la pervivencia y continuidad del régimen de Franco tuvieron los acuerdos alcanzados con los Estados Unidos en 1953.
Se menciona el hecho, pero el vértice con el que se dividen los periodos del régimen franquista se sitúa en el año 1959, el año del Plan de Estabilización, más que el 1953, año clave sin el que el franquismo habría naufragado con seguridad.
Porque el cerrojo internacional puesto a España por la ONU en 1946, sólo es capaz de abrirlo EE.UU. cuando, una vez polarizado el mundo en dos frentes tras el final de la II Guerra Civil, el temor estadounidense al avance del comunismo hace mover la pieza española por su posición geoestratégica militar y desbloquea con la firma de unos acuerdos secretos el aislamiento internacional de nuestro país, dando con ello la bendición para que acto seguido el Papa, pendiente de esta decisión, haga lo mismo autorizando la firma del Concordato con el Vaticano restableciendo así la relación jurídica que la Segunda República había hecho saltar por los aires.
El impacto mediático que ambas firmas tendrán en el plano internacional, en primer lugar, y su repercusión doméstica, en segundo lugar, serán de tal calado, que el régimen franquista, a partir de estos trascendentales acuerdos, en especialísimo primer lugar, el referido al celebrado con EE.UU. –donde el Estado ha hecho una cesión parcial secreta de su soberanía a cambio de dinero y armamento- que el refrendo que la sociedad en su conjunto otorgará al régimen será suficiente para asegurarle su supervivencia, su continuidad y el innegable inicio de su prosperidad económica, que se produce, a diferencia de la creencia popular, mucho antes de que se ponga en marcha el famoso Plan de Estabilización de 1959, como demuestra el crecimiento del PIB reflejado en la siguiente tabla, donde en el periodo 1950-1960 la economía española ya crece a tasas anuales del 3,49 por 100:

Periodo
1940-50
1950-60
1960-73
1973-83
Crecimiento PIB
1,98
3,49
7,40
2,69

Fuente: R.Álvarez, ‘Evolución de la estructura económica regional de España en la historia: una aproximación” en Situación, 1986/1.

Si al español de la posguerra, acosado como estaba por las carencias más elementales de bienes y de libertad, le había movido la búsqueda de su propia supervivencia y la salida de la miseria por encima de cualquier otra consideración, al de esta segunda etapa, que estrena un periodo de prosperidad económica -aunque el fenómeno de la emigración sea testigo de su irregular impacto-, se le puede caracterizar como una persona que sitúa el pragmatismo por encima de otras consideraciones, deseando dejar atrás lo vivido en los años de desgracia para afrontar con su esfuerzo la paz y la prosperidad económica para los suyos, dejando postergada la ambición de un cambio político que en esas circunstancias considera inviable.
El orden público asegurado por el régimen franquista es una condición valiosa y necesaria que aprovecha ahora el español para abrirse camino, consciente como es, de que en la calle se ha instalado un mirar hacia otro lado, en el que la política y las libertades son terreno vetado para su andar, en un país que ha abandonado ya su aislamiento autárquico más duro visible en la primera etapa, pero en el que un sentimiento de conformismo parece haberse instalado en la mente de la población. Conformidad que no es antagónica con la ilusión, pero que potenciará una actitud de silencio en la sociedad que irá minando nuestra capacidad dialéctica, nuestra habilidad para construir y defender argumentos en defensa de posiciones distintas a las de los demás, y nuestra destreza para escuchar al contrario y respetar posiciones no afines a las nuestras.
El apabullante desarrollo económico alcanzado más adelante por el país, que llegó a situar a España en la décima potencia mundial, acalló la falta de un correlativo despunte internacional de nuestras artes y letras. Nuestro crecimiento económico, valor superior al que se querían hacer dirigir nuestras miradas, se hallaba cimentado no obstante sobre estructuras rígidas y bases inciertas, alejadas de la verdadera creación de valor que para una sociedad puntera representa el arte de innovar, esa capacidad para transformar una realidad y de la que arranca el potencial de la exportación. Sin una industria dinámica y sin contar con tecnología propia, el país cayó en la propia trampa de su sistema educativo, alejado como estaba de la creatividad, y de su sistema de valores, que había dado prioridad al impulso de un espíritu o egocentrismo nacional, sin acompañar este pensamiento de frutos visibles de los que presumir.     

3.3. En el largo plazo, o periodo democrático, incluyendo los años de la transición con la aprobación de la Ley para la Reforma Política, y ya desde la aprobación de la Constitución de 1978 hasta la actualidad.


Ya se ha hecho mención más arriba a la labor de un solo hombre, Torcuato Fernández Miranda, cuya memoria ha sido injustamente preterida para ensalzar a las de otros, que puso su inteligencia al servicio de un país cuyas fuerzas políticas no acertaban a encontrar la fórmula menos arriesgada para que España transitara de un régimen autoritario a uno democrático. La Ley para la Reforma Política, su refrendo popular, las primeras elecciones democráticas desde la II República y, finalmente, la entrada en vigor de una Constitución democrática que fijó como forma del Estado la de la Monarquía parlamentaria, eludiendo así los riesgos de ruptura con nuestro devenir histórico, pusieron a España en una senda de  normalización pacífica que posibilitó pocos años después su adhesión a la OTAN y a la Unión Europea.    
El hecho de que esa Constitución, aún vigente, acertara a asentar sobre el pluralismo uno de los pilares básicos de su sostenimiento, la legitima como herramienta para la fructífera convivencia democrática, pero sirvió además para que pronto quedaran cicatrizadas las viejas heridas que la guerra había abierto  entre españoles pertenecientes a bandos enfrentados.
Sin embargo, sí creo que pese al éxito de la transición española y ese proceso de cicatrización que hizo posible la reconciliación de los españoles, no se tomaron el número suficiente de iniciativas como para librar al español de todos los efectos nocivos que la contienda bélica y el franquismo que le sucedió pudieron ocasionarle. En este sentido, no se realizaron esfuerzos suficientes para que la población asimilara las causas últimas del conflicto con desapasionamiento; como tampoco hubo iniciativas explícitas para la realización de actos de reconciliación entre representantes de ambos bandos; ni tampoco se celebraron a iniciativa parlamentaria estudios que exploraran los avatares políticos contemporáneos con el propósito de extraer las causas que retrasaron la llegada del liberalismo a nuestro país, retardaran su democratización o echaran al traste los proyectos de reforma que lo hubieran impulsado hacia una mayor prosperidad con una muy superior celeridad.

Por lo que se refiere a la idea de la descentralización generalizada ideada en la Constitución vigente a partir de la construcción de diecisiete Autonomías, no sólo es consecuencia de una guerra que dio al traste con la autonomía de ciertas regiones de España que había sido recién ganada durante el régimen republicano. Siéndolo, los constituyentes hunden además sus razones en la controversia histórica entre el centralismo y la descentralización suscitada ya en tiempos de Felipe IV. No es un asunto nuevo, pues, para España que se tiene presente a la hora de trazar las reglas que rigen nuestra convivencia desde 1978. Cuestión distinta es la crítica que puede hacerse a los constituyentes que, movidos por el trato igual que debía darse a todos los españoles, llevaron a  sus máximas consecuencias el fenómeno de la descentralización, extendiendo la institución de la Autonomía allí donde no había sido aún demandada. Este es en cualquier caso el mapa político que se pertrechó para un país que ha llevado su grado de descentralización a tal extremo, que quizá esta senda no tenga otro término que el del Estado federal.
Después de estrenar su democracia, el español ha vivido a lo largo de estos años emitiendo un juicio severo sobre su pasado reciente, por el que no ha querido transitar, pero sí demonizar, ensalzando ahora los principios y valores defendidos por una democracia con desprecio de mucho de lo acaecido en ese tiempo y de sus protagonistas. Un juicio poco ponderado si con él se lleva por delante la estima sobre las generaciones que con su lucha y trabajo diario levantaron un país en estado de ruina y más tarde lo hicieron crecer, aún a costa de no poder disfrutar de las libertades de las que hoy sé gozan los españoles.
En este sentido, la falta de exploración de nuestro pasado puede haber propiciado un sentimiento de menosprecio generalizado sobre todo aquello que resultara ajeno a este presente de democracia, que aparece bendecido por el halo de la razón. Y éste puede ser un pensamiento nocivo, que al tratar por igual continente y contenido, puede contribuir a envilecer una imagen ya deteriorada que el español tiene de sí mismo.

Franco ha dejado en lo emocional un estado de vergüenza que sumado a nuestro precario conocimiento de la historia de España y a una cierta dificultad por identificar los valores positivos de nuestra identidad, arrastra nuestra propia imagen hacia un lugar lúgubre, en especial cuando la comparamos con lo foráneo, donde mostramos una permeabilidad acusada que acaso arranque de nuestra propia inseguridad.

La historia o mejor, su desconocimiento, juega aquí un papel crítico. España se ve en lo colectivo enfrentada al pesimismo de verse reflejada en una imagen distorsionada o cuando menos parcial de su historia, donde para muchos lo ocurrido se limita al 'saqueo' de América, a la decadencia del imperio de los Austrias y el desastre de la armada invencible; a la desaparición de la II República o a los años del franquismo. Quizá por ello el español dé un portazo a su pasado sin haberse interesado por él con sentido crítico, para asentar el peso de su valía en lo personal y en su futuro individual, al no encontrar arraigo en su pasado como pueblo.

La propia actitud reactiva frente a ese pasado reciente cuyas causas y circunstancias profundas no parecen haber sido objeto de un examen frío y desapasionado, puede haber motivado en la actualidad reciente el abanderamiento y ejecución de políticas improvisadas de signo contrario, como las del ámbito educativo, donde el movimiento de vaivén más que la cavilación, han ido poniendo en marcha programas irreflexivos sujetos a continuos cambios, en los que la idea central ha sido más el alejamiento de los modos autoritarios de la enseñanza, más que el fin de la cualificación del alumnado y su contribución a la creatividad de país.
En este sentido la guerra, y el franquismo como su consecuencia, han dejado una huella sobre el español que no parece haber prescrito. Existen hábitos nocivos en el español de difícil deshabituación que quizá sólo una conciencia de apertura hacia la verdad histórica pueda ayudar a desasirle de ellos.
La figura de Franco entorpece aún más esa desfigurada visión que nos hemos forjado de nuestro pasado, porque alimenta el permanente deseo de huir de todo lo acaecido. Enarbolando ahora la bandera contraria, el español, el movimiento de zigzag, aún no parece haberse despegado por completo de ese fantasma de su pasado reciente, cuando al presumir de demócrata y en gesto continuo de vaivén, se sitúa en las posiciones más extremas y apartadas de todo cuanto pudo acaecer en esos años del franquismo.
Parece así que si la educación es libre e indisciplinada, por ser así discrepante con la vida en tiempos del franquismo, gozará un mérito añadido en su calificación de democrática.
Saber hallar respuestas a nuestra identidad no es en este caso tarea fácil. El franquismo aniquiló la voz de España, que tras el terror de la guerra aspiró a salir del hambre y a desear vivir en paz situando estos fines como sus bienes de primera necesidad.

Ese involuntario desdén por su pasado, no obstante, lo paga caro porque carga sobre sus hombros una injusta lista de agravios y atrocidades cometidas sobre terceros. Unos ciertos, otros producto de las leyendas negras construidas por los adversarios que España tuvo en su pasado, olvidando, dejando en la preterición, sepultando, ignorando en suma y condenando al olvido la cara amable de este pueblo y de su historia, de sus hazañas y de sus luchas, de su genio y del valor y capacidad de sus gentes.
Otro aspecto que merece la pena subrayar es el del avance del igualitarismo, un sentimiento que lejos de asemejarse al que nació al abrigo de la Revolución Francesa en virtud del que se propugnó una igualdad de todos frente a la ley, se ha ido instalando en la sociedad un nocivo sentimiento de igualdad total, que rompe sobrepasa a la igualdad jurídica para querer dar paso a una sociedad donde las diferencias se encuentren erradicadas de facto.
Esta tendencia, visible en aumento desde los últimos años, puede concebirse como una respuesta de los sentidos y por ello no racional, a un pasado sesgado por lo totalitario en lo político del que, una vez más, se ha rehuido todo examen. La falta de mimo por la propia lengua, a diferencia de lo que sucede en países de nuestro entorno, la excesiva permeabilización por lo foráneo en minusvaloración de lo propio, ha facilitado la asimilación y generalización del ‘Tú’ en sustitución del ‘Usted’, socavando con ello una buena parte del respeto que dos personas desconocidas deben mostrarse recíprocamente, más aún cuando entre ellas se da una notable diferencia de edad.
Pero ese afán de igualar por abajo, de partir de la consideración de que la diferencia es algo que no debe ser tenido en cuenta y que debe hacerse desaparecer, es un fundamento sobre el que parece haberse sustentado recientemente esta sociedad española, que pretende ver en ello un rasgo de democratización cuando probablemente sólo encubra esa pobre reacción frente a su pasado.

4. Conclusiones

El español acusa en su identidad de hoy una serie de rasgos que plantean la cuestión de su posible imputación directa a los años del franquismo, y mediata al conflicto de la guerra civil. No en todos los casos resulta fácil discernir si estos rasgos fueron avivados por estas causas, o más bien fueron producto de ellas.
En cualquier caso, sí interesa destacar que no parece ser el rencor entre españoles uno de los rasgos con los que hoy se nos pueda caracterizar, pues este aspecto parece encontrarse plenamente superado y ausente ya de nuestro escenario como pueblo, pese a las lecturas contrarias que políticamente puedan realizarse, como se ha hecho sin ir más lejos atribuyendo a la Ley de la Memoria Histórica una torcida intencionalidad de enfrentamiento entre españoles.
Entre los rasgos presentes del español sí puede encontrarse, en cambio: (i) La filosofía del relativismo. La confusión entre la vida política y la religión católica vivida en los tiempos de la confesionalidad del Estado, nos llevó, al cabo, hacia un descreimiento religioso generalizado y hacia una progresiva deserción de las prácticas religiosas por parte de la población, que han gestado en parte la filosofía del relativismo extremo en el que se halla asentado el  modo de vida actual, y ello pese al extraordinario impulso dado ya en democracia a la libertad religiosa en España. Parece reflejarse aquí un movimiento de vaivén más que un modo racional de actuar. El individuo se halla aún sujeto a ese impulso de la historia de reaccionar a la corriente anterior, motivo por el que no acierta aún a escoger con libertad plena una opción religiosa clásica, como la católica, por el íntimo temor de su reprobación social. (ii) El silencio ha lastrado nuestra capacidad dialéctica. No hemos hecho uso pleno de la capacidad de construir defensas para nuestro razonamiento, de entretejer el edificio del pensamiento propio, se halle o no errado a los ojos de los demás. Esta falta de práctica nos identifica como un pueblo poco acostumbrado al intercambio sosegado de ideas constructivas. En España se sigue alzando la voz para imponer el criterio propio sin escuchar la voz del otro. Es una costumbre que arranca del silencio, de la falta de ejercicio en el debatir argumentadamente. (iii) El proteccionismo, que se manifiesta tanto en la escuela como en la familia. Sobreprotegemos porque hemos sido sobreprotegidos. No damos espacio a nuestros hijos, ni damos un espacio a la creatividad en el aprendizaje. (iv) Nuestra inseguridad. Que arranca de nuestro empeño en mirarnos con severidad, evitando dejar caer una mirada equilibrada sobre nuestro pasado para sustituirla por una visión atormentada de esa nuestra historia. (v) Nuestra permeabilidad. Que nos lleva a no cuidar y apreciar lo que nos es propio, asimilando con avidez lo que nos llega de fuera. (vi) Nuestro potencial. Echado a perder en gran parte por la falta de cohesión como pueblo y por la falta de patentes y derechos de autor.
Si España se incorporó tarde a la democracia, ya es tiempo de que se enfrente a su catarsis histórica, para echar fuera esos problemas de los que nunca se ha hablado, entre ellos, los males de su carácter, esos que arrastra como consecuencia de una guerra civil de la que ya no somos responsables, sino sujetos pasivos. Nuestra identidad saldrá ganando.

5. Bibliografía

‘España: una Historia explicada’. Julio Montero y José Luis Roig. Cie Inversiones Editoriales Dossat 2000 SL. Edición Mayo 2005.
‘España, economía”. José Luis García Delgado (director). Biblioteca de economía. Espasa Calpe. 1989
España. Biografía de una Nación’. Manuel Fernández Álvarez. 2010







[1] Artículo 1 de la Ley.
[2] Artículo 5 de la Ley.

[3]Lo que el Rey me ha pedido: Torcuato Fernández-Miranda y la reforma política’, Pilar y Alfonso Fernández Miranda. Ed.Plaza & Janés. 1995


[4] Según la Exposición de Motivos de la citada Ley.
[5] Art.20
[6] Art.21
[7] ‘España: una Historia explicada’. Julio Montero y José Luis Roig. Cie Inversiones Editoriales Dossat 2000 SL. Edición Mayo 2005. Págs.390-391.

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