Por Guillermo Rosés -Nov 2010
En este convulso período de la historia de España que es el objeto de este trabajo, se encadenaron de forma excepcionalmente breve una serie de acontecimientos iniciados con el respaldado fervoroso de un pueblo que deseaba acertar hallar la solución, de una parte, a los acuciantes problemas económicos a los que se enfrentaba y de otra, y principalmente, al desarrollo de sus derechos individuales y libertades públicas, cuyo impulso se encontraba aún retardado respecto al producido hacía decenios en otros lugares de Europa, donde sucesivas revoluciones, como la francesa, la de 1830 y la de 1848 habían ido labrando indiscutibles conquistas en el avance del liberalismo.

Pero este camino de ida y vuelta entre tanto ramaje y con tan accidentado curso, trajo consigo el Texto Constitucional más avanzado de nuestra historia decimonónica, que pese a su limitadísima vigencia, dejó el poso de algunos logros de la revolución política que la España de entonces perseguía: la llegada de nuevos derechos y libertades, entre ellos el de la ampliación del sufragio, y la limitación del poder real.
Poco o nada, sin embargo, obtuvo el pueblo de manera inmediata con esta llamada revolución gloriosa. Sólo acaso su Constitución fue poso útil, futuro antecedente histórico por lo fugaz de su vigencia, para que más adelante el partido progresista, llegado su turno de gobierno en la época de la Restauración que siguió al Sexenio, reincorporara por la vía legislativa ordinaria algunas de las conquistas políticas que el Texto Constitucional de 1869 había proclamado.
Por lo demás, el ensayo revolucionario puso de manifiesto un fenómeno catártico de ansia rupturista contra la idea del centralismo impuesta a España por Felipe V, de la que el pueblo, animado por los republicanos extremistas, quiso huir esta vez de forma enloquecida, rompiendo con ello lamentablemente un proyecto de convivencia, el del Texto Constitucional republicano que de haber visto la luz, habría situado a España en la senda de la democratización temprana, a semejanza no ya de los países de su continente, sino de EE.UU., y en pleno siglo XIX, no tanto por la forma del Estado, sino por el umbral democrático alcanzado por su articulado. Una oportunidad perdida, que descarriló a nuestro país, llevándolo por una senda de la que salió ¡en 1978! y que llevó al traste los verdaderos fines de la revolución. La responsabilidad de este fracaso corresponde imputarla en mayor grado a quienes se opusieron a ese Proyecto de Reforma Constitucional, a los radicales que rechazaron la España federalista y que con sus perturbadas voces animaron la llama del cantonalismo.
Repasemos ahora la sucesión de los hechos. Destronada la Monarca, Isabel II, por el imperio de la fuerza -el pronunciamiento militar-, un gobierno provisional presidido por Serrano convoca elecciones a Cortes Constituyentes, que confirman al gobierno de Serrano para que continúe en el poder. Reunidas las Cortes el 11 de febrero de 1869, aprueban una Constitución el 6 de junio, que adopta la forma monárquica, si bien quedando vacante el Trono, con la Regencia en manos del general Serrano hasta que se produce la entronización de una nueva dinastía, realmente efímera, cuando en la sesión de las Cortes del 16 noviembre 1870 Amadeo I de Saboya es declarado Rey de España. A Prim, sobre quien había recaído la iniciativa de la búsqueda de un nuevo Soberano, la tarea le resultó harto difícil. Cuán distinta era esta España, donde la búsqueda de un Monarca para nuestro país resultaba ahora ser un trabajo arduo por el desprestigio y decadencia de nuestra Nación, de la vivida a raíz de la muerte de Carlos II, cuando a raíz de la desaparición de la dinastía de los Austrias la disputa internacional por el Trono propició una guerra como la de Sucesión.
Pero la fatalidad se cierne sobre el futuro del nuevo Rey el mismo día en el que pisa Madrid, el 2 enero 1871, pues debe rendir homenaje a su principal valedor, el general Prim, que ha sido asesinado horas antes presumiblemente por los progresistas radicales, contrarios a la forma monárquica del Estado, si bien al parecer este hecho aún no se encuentra aclarado.
Las desavenencias entre las fuerzas políticas, que lejos de enfocar su atención sobre los problemas y demandas del pueblo y fijarlos con primacía sobre sus disputas y ambiciones, se muestran incapaces de establecer alianzas para gobernar con estabilidad, junto a la falta de apoyo de estas al nuevo Rey, adherido a los principios constitucionales y de irreprochable conducta según los alegatos historiográficos pero falto del apoyo popular por su origen foráneo, propician la pronta abdicación de Amadeo I, que tiene lugar el 11 febrero 1873, llevándose a término pese a que debiera haber requerido una ley especial según disponía la Constitución de 1869, al no ser ya la abdicación un acto libre del Monarca.
En esa misma fecha, y en la sesión en la que se ha dado lectura al mensaje de la abdicación del Rey, las Cortes, claramente monárquicas, viéndose incapaces de hallar otra solución política a la situación, proceden a la proclamación de la I República, que resulta aprobada por una mayoría aplastante, el 89 por 100 de los votos, con 258 a favor y 32 en contra, constituyéndose en sede parlamentaria el primer gobierno de la República, presidido por Figueras.
Este primer sub-periodo del sexenio, iniciado con la expulsión de un Monarca, un hecho sin precedentes en la Historia de España que a su vez envuelve la liquidación de una dinastía al ser entronada otra nueva, y finalizado con el primer zarandeo en la forma del gobierno del Estado durante el sexenio, que en esta ocasión desplaza a la Monarquía por la República, no ha resuelto aún sin embargo el grave problema económico que preocupa a los ciudadanos, la salida de su crisis, o al menos, la puesta en marcha de instrumentos de política económica que abran la senda de la recuperación. Sí ha representado sin embargo, un avance muy notorio en el plano político con la “universalización” del sufragio activo –si bien la expresión es eufemística, al excluirse a las mujeres-, el llamativo recorte de facultades regias en los Poderes Ejecutivo y Legislativo y el reconocimiento formal de una amplia panoplia de derechos individuales y libertades públicas que proclama el Texto Constitucional del 69, así como en el fortalecimiento de la independencia judicial, redundando todo ello en una mejora de la cualificación democrática que la Constitución otorga a la sociedad española, si bien las flamantes atribuciones del Monarca y el recorte de sus poderes (la ausencia de veto sobre el Legislativo y sus actos debidos en el Ejecutivo) se convierten en papel mojado al término de este primer tramo del sexenio con la proclamación de la República.
Pero desde luego lo que deshace parte del camino andado porque supone una contradicción en sus propios términos, es que la Estado siga formalmente configurado como una Monarquía constitucional donde el Poder Ejecutivo aparece prima facie en manos del Monarca cuando la forma del Estado ha pasado a ser la República. Y es desde este punto de vista desde el que en ese momento puede decirse que el pueblo no ha llegado aún a consolidar firmemente todos sus avances políticos pese al derrocamiento de su Reina, porque su nuevo Texto Constitucional cuasi democrático (no olvidemos que los constituyentes optaron por esquivar la contundencia de la fórmula democrática de que la soberanía reside en la Nación, para declarar de manera escurridiza que residía “esencialmente en la Nación”), chirría con el estado de cosas una vez que las Cortes, llevadas de la mano de la elocuencia de Castelar en sus discursos sobre la eufemística fuga de la Monarquía, deciden proclamar la I República. Un Texto efímero, que perderá su vigencia cuando entre en vigor la Constitución borbónica de 1876 de Alfonso XII, la de la Restauración, que estaría ya vigente hasta la II República, habiendo sido por ello la de mayor vigencia hasta la fecha.
Porque la vigencia del Texto del 69, pese a ser fugaz, no fue interrumpida por el Texto que el republicanismo federalista quiso sacar adelante inspirándose en el federalismo de los EE.UU., donde los antiguos Reinos españoles pasarían a constituir los Estados federados, reconociéndose un sufragio universal sin cercenamientos, tanto masculino como femenino y el principio de la aconfesionalidad del Estado, ejerciendo el Presidente de la República un poder de relación entre los demás poderes del Estado, radicalmente separados: el Ejecutivo, en manos de un Consejo de Ministros; el Legislativo, con un bicameralismo imperfecto que daba preponderancia al Congreso al otorgarle mayores facultades, y el Ejecutivo con la atribución de un poder suspensivo de las leyes que considerara contrarias a la Constitución. Este rico panorama de progreso constitucional y democrático quedó no obstante enterrado en el olvido, por la oposición del radicalismo federal y la mecha del disparatado cantonalismo que encendieron, provocando la suspensión de las Cortes en el último tramo que el periodo republicano tuvo disponible para poder aprobar el Texto, entre septiembre de 1873 y enero de 1874.
Pero volvamos a un momento anterior. Junto a la situación de crisis política abierta a consecuencia del cambio político de la Monarquía a la República. La situación que se vivía en la calle era muy agitada. Con dos guerras iniciadas, la tercera Carlista y la que había estallado en Cuba, Figueras, que había sido nombrado Presidente del Ejecutivo, decide huir de España. Pi y Margall toma las riendas las de la I República para dirigir la República hacia la senda federalista atendiendo a sus propios postulados y siguiendo las voces imparables de un sentimiento que parece extenderse por todo el país y no sólo desde los antiguos fueros tradicionales contra el centralismo del Estado; una reacción que parece haberse acumulado desde los tiempos de Felipe V y sus Decretos de Nueva Planta que tan eficazmente llevó a la práctica a diferencia de lo que le sucediera al valido de Carlos IV, el Conde Duque de Olivares.
Pero sus intenciones de contener a España en un República federalista se desbordan cuando surgen por todas partes movimientos que hoy podríamos denominar fenómenos de independentismo circunscritos al ámbito local: surge el llamado cantonalismo, la idea de dividir España en diminutas soberanías, cuyo mejor antecedente podríamos encontrarlo en los Reinos de Taifas, si bien los cantones multiplican ahora el número de las Taifas al ser mucho más pequeños y numerosos.
Sin capacidad para poder ya controlar esta situación, Pi y Margall cede casi de forma inmediata su espacio a Salmerón, cuya primera responsabilidad es la de restaurar el orden para asegurar el libre ejercicio de la libertad. Pero su mandato es brevísimo porque deviene ineficaz para ese objetivo y es sustituido por Castelar, que logra restablecer el orden en gran parte del país con un desgaste de popularidad parlamentaria que lo desacredita políticamente haciéndole perder la moción de censura que se presenta contra él, y propiciándose con ello el inicio de los últimos estertores de la I República antes de cumplirse un año desde su proclamación, cuya caída en esas circunstancias ya sólo espera la entrada del General Pavía en las Cortes el 3 de enero de 1874, tomando el poder el Ejército y poniendo al frente a Serrano.
Este general, que vuelve a la escena política de la que había desaparecido tras la extinción del régimen monárquico, combate con éxito el problema carlista y pone fin definitivamente al último foco del cantonalismo.
Al poco tiempo se producía un nuevo golpe militar, el de Martínez Campos, que restauraba la dinastía borbónica en la persona de Alfonso XII, el joven hijo de la Reina destronada en 1968, que esta vez estaría asistido un gobierno presidido por un civil: Cánovas del Castillo.
En la memoria del pueblo había quedado una amarga experiencia; la huida de la Monarquía a la República no había aportado nada positivamente palpable, habiendo sido manifiestos el desorden y el caos, lo que en la práctica había hecho saltar por los aires el ejercicio de los derechos que habían sido formalmente reconocidos en la Constitución del 69, y que bienintencionadamente quiso impulsar aún más el fallido Proyecto de Constitución Democrática de la República, arrojando la experiencia un saldo frustrante: la vuelta de la dinastía de los Borbones.
Todo ello desembocó al cabo de muy poco tiempo, con la promulgación de la Constitución Monárquica de 1876, en la aprobación de un nuevo estatuto jurídico de convivencia en el que la sociedad da un paso atrás cediendo parcelas muy significativas del terreno que había sido conquistado por el liberalismo, al hacerse silencio sobre el verdadero titular de la soberanía de la Nación y omitiendo la enunciación de importantes derechos, como el del sufragio –que sólo se incorporarán al ordenamiento por la vía de la legislación ordinaria, según dispone la Constitución, a iniciativa del partido de turno-, declarando la confesionalidad del Estado y limitando la profesión de otros culto al estricto ámbito privado de la persona siempre que ello no se menoscabara el respeto a la religión cristiana, y recuperando el Rey su veto suspensivo sobre las leyes aprobadas por el Legislativo.
En otras palabras, España, a raíz de la experiencia del sexenio, retoma el tren de los tiempos anteriores a 1868, perdiendo la oportunidad de compartir la evolución democrática de otros países europeos.
La Constitución de 1869 y sus diferencias con la de 1812
Aunque formalmente el primer instrumento constitucional de nuestro país fuera el Estatuto de Bayona, promulgado el 6 julio 1808, su naturaleza e imposición foráneas lo han marginado de nuestra historia constitucional, que verdaderamente da comienzo con nuestra Constitución de 1812, Texto cuyas líneas maestras trataremos de confrontar con las del Texto Constitucional alumbrado en el sexenio revolucionario, que alumbró para la Historia de España un régimen de Monarquía constitucional.
A resultas de la convocatoria a Cortes constituyentes realizada por el gobierno provisional surgido de la revolución de septiembre de 1868, se aprobó el 5 junio la Constitución de 1869, carta magna que puede calificarse como la más democrática de todo el siglo XIX, cuyos principios constitucionales, desde la óptica del Derecho comparado, resultaban equiparables a los de otros textos constitucionales europeos en el momento de su promulgación, además, al igual que lo había sucedido con Constitución de 1812.
Caracteres y principios
Al igual que la de 1812, la Constitución de 1869 adoptó la forma monárquica (en la de 1869 no se designó el titular que habría de ocupar el trono, por ocuparse vacante tras la salida de Isabel II) y se asentó sobre los principios de soberanía nacional y división de poderes.
Los debates sobre la nueva Constitución de 1869 fueron muy breves, pues tan sólo ocuparon dos meses de sesiones, a diferencia de los celebrados para la aprobación de la Constitución de 1812, donde desde la primera reunión de Cortes celebrada en septiembre de 1810 hasta la promulgación del Texto transcurrieron cerca de dieciocho meses.
Extensión
El texto constitucional de 1869 fue relativamente extenso, con 112 artículos divididos en XI Títulos, a los que se sumaron disposiciones transitorias, la primera de las cuales estableció que formaría parte de la Constitución la ley que se aprobara para la elección del Rey, lo que sucedió con la ley de 10 de junio de 1870. En relación con el Texto de 1812 –el más extenso de nuestra historia constitucional- fue una Constitución breve, que ocupó menos de la tercera parte de aquella.
Es una Constitución completa, con parte orgánica que organiza los poderes y parte dogmática, que reconoce un muy amplio catálogo de derechos y libertades.
Entre las influencias de la Constitución de 1869, es indudable que se encuentra la Constitución de 1812, en cuanto a principios inspiradores se refiere, si consideramos por un lado los valores de la revolución burguesa y por otro, el principio de soberanía nacional que ya había sido perseguido por los progresistas. A su vez, la de 1812 estaba influida por la francesa de 1791 que rompía, como se ha dicho más arriba, el molde absolutista de la soberanía.
Reforma
La Constitución de 1869 es rígida, con la novedad de que la reforma por instarse por voluntad unilateral de las Cortes, sin que fuera imprescindible la propuesta del Rey, quien en todo caso podía proponer a las Cortes la reforma del texto constitucional. Más rígida aún fue la de 1812 que además prohibió su reforma hasta transcurridos ocho años desde la vigencia de todas sus partes.
Principios
Soberanía. La Constitución de 1869 no puede calificarse de democrática mirada exclusivamente desde nuestra perspectiva actual, aunque sí de un texto constitucional avanzado para la época y ello, entre otras razones, por un motivo fundamental: porque su artículo 32 no declaraba que la soberanía residía en la Nación, sino esencialmente en la Nación, manteniendo así la misma fórmula empleada en la Constitución de 1812 que en este caso apostillaba “a la que corresponde exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”. Se salvaguardaba así el principio progresista de 1812 de que la Nación no podía dejar de ser considerada soberana, para lo que el Rey debía ser despojado de la titularidad de la soberanía rompiendo con ello el esquema histórico del absolutismo.
Son pues los ciudadanos los que deben o pueden intervenir en los asuntos públicos. Ahora bien, debe subrayarse de forma negativa que la Constitución de 1812, a diferencia de la de 1869, no afirmó en absoluto la igualdad entre todos los hombres, sino que consagró la existencia de hombres libres y de esclavos.
Monarquía. La Constitución de 1869 optó por la monarquía, si bien con facultades tasadas.
Separación de poderes. La Constitución de 1869 relata las distintas funciones atribuidas a los diferentes órganos constitucionales conforme al principio de separación de poderes, principio también presente en la Constitución de 1812, si bien articulado de manera bien distinta como veremos más abajo al exponer las competencias del Rey y de las Cortes.
Derechos y libertades
El título I de la Constitución de 1869 dedica, sin ánimo de limitar su número, los derechos y libertades de los españoles, concibiéndolos como naturales e inalienables o tanto no sometidos a restricción que entorpezca su ejercicio, conforme a los principios del iusnaturalismo racionalista. Esta exposición sistemática contrasta con el relato desorganizado de la Constitución de 1812, donde los derechos y libertades van apareciendo de forma dispersa. Ejemplo de ello es la libertad de imprenta, la liberalización de la economía o la abolición de la tortura.
Libertad religiosa
La Constitución de 1869 mantiene la obligación de la Nación de mantener el culto de la religión católica, con garantía a los extranjeros y a los españoles no católicos de ejercitar cualquier otro, apostando por tanto por la libertad religiosa y chocando con ello frontalmente con el planteamiento establecido en su día por el Texto de 1812, que determinó la confesionalidad del Estado y la unidad religiosa, prohibiendo toda religión distinta de la católica, apostólica y romana.
Derecho de sufragio
Este fue para muchos el gran avance que aportó la Constitución de 1869. Como consecuencia de su, se aprobó la ley electoral del 20 agosto 1870, estableciéndose el sufragio activo universal masculino para los españoles mayores de edad que estuviera en ejercicio pleno de sus derechos y el sufragio pasivo para todos los electores. No obstante, en los territorios de Ultramar se mantuvo sufragio censitario y capacitario establecido por Decreto del 14 diciembre 1868. Debemos recordar que en la Constitución de 1812, que el eufemísticamente llamado sufragio universal excluía, además de las mujeres como en 1869, a los hombres españoles que no cumpliesen los requisitos enunciados en el art.29 y 21 al que se remite1, mientras el sufragio pasivo dependía de ciertas condiciones económicas, era censitario
1 La población compuesta de los naturales que por ambas líneas sean originarios de los dominios españoles, y de aquellos que hayan obtenido de las Cortes carta de ciudadano, como también … los hijos legítimos de los extranjeros domiciliados en las Españas, que habiendo nacido en los dominios españoles, no hayan salido nunca fuera sin licencia del Gobierno, y teniendo veintiún años cumplidos, se hayan avecindado en un pueblo de los mismos dominios, ejerciendo en él alguna profesión, oficio o industria útil.
Derecho de igualdad
En este aspecto, como ya se ha apuntado, discrepan notablemente ambos textos constitucionales, y ello pese a que el de 1812 proclamara avances como la abolición de la prueba de nobleza para el acceso a cargos públicos, o la unidad de códigos.
Órganos constitucionales
El Rey del Gobierno
Es curioso advertir cómo en el momento de ser promulgadas las constituciones tanto de 1869 como de 1812, España está sin Rey presente. En un caso, con el trono vacante y en otro con Fernando VII todavía fuera de España, lo que en ambos casos fuerza a formalizar los actos por la Regencia del Reino.
En la Constitución de 1869, tal y como venía siendo reconocidos las constituciones anteriores ya desde 1812, se mantiene la inviolabilidad e irresponsabilidad del Rey, aunque ya no se le reconoce el carácter sagrado de su persona (art.168 C1812), produciéndose diversos cambios de gran calado:
El Poder Ejecutivo ya no puede decirse estricto sensu que resida en el Rey, porque se añade en esta ocasión “que lo ejerce por medio de sus ministros”, de donde pese a su capacidad de nombrar y destituir ministros, sus actos pasan a ser en realidad actos debidos al adquirir el Gobierno verdadera capacidad autónoma como órgano constitucional que administra la función ejecutiva. Este planteamiento nada tiene que ver ya con las ideas plasmadas en la Constitución de 1812, en las que al Monarca le corresponde el ejercicio sin ambages del Poder Ejecutivo, sin que exista un Gobierno como órgano colegiado, ni un Presidente distinto del Rey que comparta sus competencias o en quien las delegue constitucionalmente, sino unos Secretarios de Despacho que responden no política sino penalmente de sus acciones y que se encuentran al servicio del Monarca.
El Rey deja de poseer derecho de veto sobre el legislativo, no pudiendo por tanto oponerse a la sanción y promulgación de las leyes que aprueben las Cortes, por lo que estos actos a partir de ese momento pasan a tener la consideración de actos debidos y no discrecionales, todo un contraste con el derecho de veto suspensivo consagrado en el Texto de 1812, en virtud del cual el Soberano podía, consecutivamente durante dos años seguidos, dejar en suspenso las leyes ya aprobadas en Cortes, lo que le confería una importantísima parcela de poder en el Legislativo que ahora, con el Texto de 1869, no retorna.
Las Cortes
La Constitución de 1869 atribuyó a las Cortes además de la función legislativa que le es propia el control parlamentario del gobierno, asentándose así uno de los fundamentos democráticos del Estado. Adoptó el bicameralismo, denominándose congreso a la Cámara baja (cuyos miembros son elegibles por sufragio universal masculino) y Senado a la Cámara alta (cuyos miembros lo son por sufragio censitario) asumiendo ambos cuerpos colegisladores funciones semejantes. La Constitución de 1812 optó sin embargo por el unicameralismo, para evitar que una segunda Cámara formada por el clero y la nobleza pudiera ejercer control sobre la primera. A la altura de 1869 esa preocupación se había desvanecido.
Sí se mantenía en pie el edificio de la autonormatividad de las Cortes que en su día puso en pie la Constitución de 1812 para permitir su independencia del Poder Ejecutivo, como también la inviolabilidad e inmunidad de los diputados.
El poder judicial
La Constitución de 1869 encomienda la función jurisdiccional exclusivamente a los tribunales, como ya se hiciera en la 1812 donde además se creó el Tribunal Supremo como centro del sistema judicial y se estableció el principio de unidad de jurisdicción y la garantía del juez predeterminado por la ley. La de 1869 refuerza la independencia de los jueces, preocupándose por el sistema de acceso por oposición.
Bibliografía
1. Constitución democrática de la Nación española promulgada el 6 junio 1869
2. Constitución política de la monarquía española promulgada en Cádiz a 19 marzo 1812
3. Constitución de 1876
4. Proyecto de Constitución Federal de la República Española
www.eroj.org/biblio/consti73/consti73.htm
5. España. Biografía de una Nación. Fernández Álvarez, Manuel. Págs.439-446
6. A History of Spain. Burton, Simon. Págs.190-193
7. Introducción al Régimen Constitucional Español. Gómez Sánchez, Yolanda 56-69, 125-146
8. Historia de España. Carr, Raymond. Págs.222-225
9. Síntesis de Historia de España. Rivero, Isabel. Págs.164-165
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